El evangelista Marcos recoge en su evangelio unas palabras con las que Jesús resume el sentido último de su vida: “El  Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida en rescate por todos”. Normalmente, al escuchar estas palabras, solemos pensar en el sacrificio último realizado por Jesús en la cruz y olvidamos que toda su vida fue entrega y servicio.

En realidad, la muerte de Jesús fue la culminación de un “desvivirse” constante a lo largo de los años. Día tras día, fue entregando sus fuerzas, su juventud, sus energías, su tiempo, su esperanza, su amor. La entrega final fue el mejor sello a una vida de servicio total a los hombres.

Los cristianos somos, en consecuencia, seguidores de alguien que ha dado su vida por los demás, lo que nos exige entender nuestro vivir diario como un servicio y don a los otros. Lo más precioso que tenemos y lo más grande que podemos dar es nuestra   vida. Poder dar lo que está vivo en nosotros: nuestra alegría, nuestra fe, nuestra ternura, nuestra confianza y, sobre todo en estos días, nuestra esperanza que nos sostiene en la lucha y nos anima desde dentro. Dar así la vida es siempre un gesto que enriquece, que ayuda a vivir, que crea vida en los demás, que rescata, libera y salva a las personas.

Pero, en estos días de Semana Sana, debemos también recordar que Jesús fue asesinado. Y lo fue porque se atrevió a proponer que la verdadera religión consistía en la misericordia y el servicio; porque puso  de cabeza todos los valores del mundo: en vez del poder para dominar, propuso el poder para servir; en vez del egoísmo, la solidaridad;  en vez de la violencia, la mansedumbre; en vez de la venganza, el perdón; en vez del odio, el amor.

Seguir a Jesús es, en definitiva, entregar la vida para que todos tengan vida en abundancia; oponerse a todo lo que traiga injusticia, dolor, maltrato, explotación; ayudar a bajar de la cruz a tantos crucificados por la injusticia, la explotación, la venganza, la miseria.

La escena es muy conocida: Un niño judío es sorprendido robando un pedazo de pan en Auschwitz, el  campo de exterminio nazi.  Para que sirva de escarmiento es condenado a morir en la horca  frente a todos los presos del campo. Cuando se estremece agonizando, se escucha el grito desesperado de un presidiario: “¿Dónde está Dios?”.

Otro compañero de prisión responde con un  susurro;  “Ahí, en la horca, está Dios”.

La teología de la cruz nos deja  claro que Dios no está nunca con los violentos, con los que pisotean la justicia para imponer sus ansias de poder  y sus deseos de venganza.  Dios está siempre con las víctimas, con los que sufren injustamente, con los que son crucificados por la ambición o por el poder.  Queda lejos de la fe cristiana un Dios que bendice las guerras, un Dios vengativo y cruel. Dios está con todos los que son víctimas de un poder abusivo y violento; está con todos los perseguidos por atreverse a disentir y  proponer la reconciliación en vez de la venganza;  está con los que se solidarizan con el dolor de los inocentes; está con los que sufren la muerte lenta de no saber qué les está pasando a sus  familiares presos o que se fueron del país;  está con todas las víctimas del hambre, la opresión, o cualquier tipo de violencia.

Semana Santa: Tiempo para entregar la vida a impedir  que se sigan crucificando  inocentes por la injusticia y la violencia; para ayudar a bajar de la cruz a las víctimas del odio,  la miseria, la falta de luz, agua, comida  y  medicinas.