En mi artículo anterior escribí que era la hora de la educación. Creo que es también la hora de la Política, con mayúscula, y de los genuinos políticos, capaces de anteponer el bien del país, a sus intereses particulares o del partido.
El Papa Pío XI escribió que “la política es la forma suprema de la caridad”, y el Concilio Vaticano II llamó a la política “ese arte tan difícil y tan noble”. Es un arte difícil porque supone superar esa práctica habitual que ha degradado la política a mera politiquería, a retórica, negocio o espectáculo; que utiliza el poder para lucrarse y aprovecharse de él, poder para dominar y servirse del Estado y de los demás. La política auténtica entiende y asume el poder como un medio esencial para servir, para buscar, más allá de las aspiraciones individualistas o de grupo, el bien de toda la sociedad. Poder ya no para dominar y someter, sino para empoderar, es decir, para potenciar a las personas, de modo que se constituyan en sujetos de sus propias vidas y en ciudadanos responsable y solidarios, fieles defensores de sus derechos y cumplidores celosos de sus obligaciones. Por ello, y siguiendo al Concilio Vaticano II, la política es también un arte noble porque el servicio que está llamado a prestar es precisamente la búsqueda del bien común, que hace posible la paz, la concordia social y las relaciones fraternales entre todos.
La política es el ejercicio de un amor eficaz a los demás. Lleva en su propia entraña la dimensión ética, ya que nos exige considerar como propias las necesidades de los demás, e implicarnos en su solución. Si la política se aparta del amor y olvida su raíz ética se convierte en mera politiquería, camino a la ambición, al dinero fácil, a la corrupción, al poder por el poder mismo, a la utilización de lo público en beneficio propio o de los suyos, al dominio sobre los demás. La politiquería no sólo degrada a los falsos políticos, sino que provoca un enorme daño a la sociedad entera pues imposibilita el bienestar general. Si la política está guiada por el amor y se pone al servicio de la humanidad es fuente de bienestar, encuentro y vida. Degradada a mera politiquería es fuente de destrucción, división y muerte.
La práctica de la verdadera política, como arte difícil y noble, exige que los políticos sean muy honestos, buenos negociadores, humildes, respetuosos de todos y de las opiniones diversas, dispuestos a servir siempre a la verdad. Desgraciadamente hoy en día, donde lo común es disfrazar las ambiciones bajo el ropaje retórico del amor y del servicio, y donde la justicia está al servicio del poder, “la verdad sólo perjudica al que la dice”, como ya nos lo advirtió Quevedo. Ya desde Aristóteles y los pensadores griegos, el arte de la política consistía en resolver los conflictos mediante la palabra, el diálogo respetuoso, la negociación, desechando cualquier recurso a la violencia, que es lo propio de los pueblos primitivos y de las personas inmaduras.