Hoy hay una preocupación y un consenso generalizados sobre la necesidad de elevar la calidad de la educación, por considerar que no responde a las exigencias de la formación humana, ciudadana y productiva de los hombres y mujeres del presente. Pero si bien es muy necesaria la preocupación y la reflexión sobre la calidad, no podemos aceptar que la reflexión de la calidad se haga de una forma aséptica y neutra, sin considerar en modo alguno las muy diversas condiciones en que viven y estudian los educandos.
Si bien es cierto que la educación debe contribuir a la calidad de vida, no es menos cierto que no va a ser posible una educación de calidad si los educandos no cuentan con un mínimo de vida de calidad. Por eso, es pertinente plantearnos si la consigna debe ser meramente “educar para aliviar la pobreza” o también “aliviar la pobreza para poder educar”.
Mientras no superemos mediante políticas eficaces la inseguridad, la violencia, el deterioro de la mayor parte de los centros educativos, va a ser imposible alcanzar una educación de calidad para todos. De ahí que toda propuesta de elevar la calidad de la educación de las mayorías que no vaya acompañada de unas políticas sociales, económicas y de seguridad eficaces, está condenada al fracaso. La lucha por el derecho a una educación de calidad para todos implica no sólo garantizar más presupuesto para educación, sino también más presupuesto para seguridad, salud, trabajo, y mejores condiciones de vida de los educadores y de la población.
Si bien es cierto lo que acabamos de decir, es mucho lo que pueden hacer los centros y programas educativos por mejorar la educación de los alumnos. Sobre todo si se lo plantean como una tarea colectiva, que compromete a todos. Numerosas investigaciones han demostrado que gran parte de la desigualdad que se observa en la escuela y a su salida se produce en ella misma, y no es heredada de las diferencias entre las familias cuyos hijos van a la escuela.
De ahí la importancia de entender primero lo que ocurre en el centro educativo y en el aula, como paso previo fundamental para mejorar lo que ocurre en ellos. La verdadera mejora de la educación sólo vendrá si cada centro se plantea en serio y con metas precisas mejorar su calidad. Esto supone superar la cultura de la rutina, de la tarea, del conformismo, de los rituales burocráticos, para convertir a cada centro educativo en una organización inteligente, que aprende permanentemente de lo que hace.
Cuando un centro educativo se decide a aprender en serio y a mejorar la calidad de su educación entra en un círculo vivificador: es un centro en el que se experimenta, se reflexiona, se investiga, se innova, se escribe, se difunde, se lee, se comparte, se compromete. En ese centro, no hay lugar ni para solitarios, ni para insolidarios.
Cada uno se esfuerza por hacer cada vez mejor su trabajo y percibe al otro como compañero, como aliado, como alguien dispuesto a ayudar y al que se puede ayudar. Todo el personal del centro educativo (directivos, docentes, administrativos y obreros) es un gran equipo, unido en la identidad y en la misión, en el que cada uno asume su trabajo con entera responsabilidad y cuida y se preocupa por los demás. Cada miembro se siente parte importante e insustituible de la organización, identificado con su misión, y como tal comprometido en su mejora continua, en la solución de los problemas.
La calidad pasa a ser una propuesta y un reto de todos y cada uno de los miembros del centro. La colaboración y cooperación entre todos ellos y con los miembros de la comunidad combaten el individualismo, el desánimo, el conformismo, la rutina, la mediocridad; nutren a todos e impulsan a cambiar actitudes, construir puentes, superar barreras, desarrollar autonomías.